domingo, 31 de julio de 2011

Un amigo de Hucbert (Crónica)


THIS IS JERSON


Está solo en una de las bancas, esas bajo el árbol de la entrada de la Facultad de Ciencias Humanas. Hace mala cara al verme, no sé por qué —tal vez uno de sus gestos de cariño—; aunque, debe de ser porque lo voy a atrapar, a enjaular con preguntas acerca de su vida, por unos diez minutos, aproximadamente, y no el plan no le agrada. Nos sentamos uno al frente del otro, así lo acordamos para podernos ver bien a los ojos lo más importante tal vez, pues los dos creemos en el dicho de que “son las ventanas del alma”.

Se ríe, como siempre lo está haciendo, y me dice: “Rápido que tengo afán”,  con el mismo tono que le he conocido siempre: esa jovialidad suya, esa alegría, esa chabacanería, bien colombiana, bien ordinaria, a veces... “Y qué, te miro la jeta y no más; pregunta algo, bobo, pa’ que tengas que escribir”.

Después de verle la cara, y dejarlo hablando solo un momento —bueno, eso que pasa cuando uno oye, pero no escucha—, empiezan a llegar a mi cabeza las características que confluyen en este hombre —aunque debería decirse hombrecillo: mitad hombre, mitad niño—: alborozo, optimismo, satisfacción, risa, agrado … y otra vez chabacanería.

Jerson Santander nació el 28 de agosto de 1989, y tiene una relación con Luisa Fernanda Villafrade —parece información encontrada en el perfil de Facebook. De niño —lo digo también por un retrato que tiene en su casa: gordo, moreno, con el hongo, el corte que odio, y de mirada imponente—era el prototipo de niño caprichoso… “Entré al jardín, y no hice más que llorar toda la jornada. Mi tía, que me cuidaba por entonces, se compadeció del angelito, y no me llevó nunca más.” Ahí está —para la muestra un botón. Su tía, la señora Martha, cumplía sus caprichos. “Mi tía me enseñó, con todo el amor del mundo, a leer y a escribir; algo importante; pa’ qué: tan linda mi tiíta.”

Sigue contando su aventura educativa —Aproximación a las letras con mi tiíta Martha, se podría decir—, y llegan los recuerdos de la primera escuela: Rafael Pombo. En resumen: Lo iban a promover, por los favores, los esfuerzos y el amor de la tiíta Martha: esa buena educación en casa, pero su mamá no dejó. “Yo quiero que mijito haga todos los cursos, como Dios manda; eso de promoverlo pa’ qué. Está muy pequeño, y van y lo golpean.” Esto que me cuenta sí me hace reír.

A veces parece que está en el lugar equivocado: “He sabido de gente que lo piensa: que esto no es lo tuyo… aunque yo no; de todas maneras lo importante es lo que tú sientas.” “Pues, a mí me gusta, aunque ya te he dicho que cuando salga de esto voy a estudiar otra cosa, aunque, a mí me gusta mucho, lo que pasa es que… es que…” “La pereza, y listo”, le digo.
Es casi seguro—aunque nunca se lo he preguntado— que siempre quiso ser futbolista o billarista profesional o gamer o alguna cosa que esté relacionada con sus aficiones…

Volvemos a su formación integral para el servicio de la sociedad —o sea: la educación: “En primaria estuve en varios colegios; tú sabes, por lo obediente que era. Y el bachillerato, ah no, ahí sí no: Tecnológico Salesiano Eloy Valenzuela, y no más; es lógico, el mejor colegio de la ciudad… cómo no.” Una muestra, ahora, de su modestia. El hecho es que allá, en ese colegio del centro de la ciudad, se iba a jugar billar. En grado once, solo llevaba a clase un lápiz, pedía una hoja a sus compañeros, para medio tomar apuntes, pero nunca dejaba su guante, el del juego. “¿Y la universidad?” Ni él sabe por qué ingresó, y aunque digan que no: a él sí le interesa la Lingüística, el Francés, la Literatura, la Didáctica… “En todo caso, lo más importante es que aquí conocí a Luisa.”

Alguien me dijo una vez: “En esta carrera solo hay dos mujeres bonitas; a una la cogió un mechudo, flacuchento y simplón; a la otra, Jerson. La vio en Semana de Inducción, le pegó el zarpazo, y a los tres días se la cuadró. Triste vida la nuestra: puro gurre, no más.” Luisa Fernanda Villafrade nacio el 6 de junio de 1990 —otra vez el Facebook—, y parece estar enamorada de Jerson; bueno, eso nadie lo duda. Es noble, simpática y le aguanta todos los berrinches.

Esos niños hombres hacen falta en el círculo social —o bueno, al menos en el mío sí—, siempre son buscados, para reír, para alegrar, para tranquilizar; aunque este, en estos diez minutos se ha movido impaciente, como reiterando: “Rápido que tengo afán.” La novia —me imagino— en el tiempo que lo conozco, es la única que lo pone así.
Como es una entrevista acerca de su vida, yo soy el periodista, y él ya se quiere ir, le pregunto algo importante: “¿Y tu madre?” “¿Mi mamita?, ¿qué pasa con ella?” “Pues, sí, tu mamita: ¿cómo está?; o bueno, ¿cómo ha sido todo?” Me mira extraño, incómodo, no le gusta el tema, la pregunta, su dolor, y la omito.

Finalmente decido dejarlo ir; le abro la jaula, lo dejo escapar de mis manos, de mis garras de periodista mediocre, de la entrevista improvisada, para que continúe en su felicidad.

Se levanta, voltea la cara, parece que no se va a despedir, aunque retorna:

    ¿Tú me quiere, papi?
    Y tú a mí, nené.

Y Martin Hucbert conoce a un amigo (Crónica)


TREINTA DE PERRO EN LA UNIVERSIDAD


La primera  vez que lo vi, estaba ahí, postrado, en estado de relajación; ahora, para mi suerte, está ahí, postrado, en estado de relajación.


“Me imagino que es por la hora —dice el celacho, como les dicen acá en la universidad—, viene y se echa. No sabemos por qué. Tal vez pa’ que le den comida; sabrá Dios.” La verdad sí: se ve desnutrido, abandonado, triste, sin amo, ama, jefe —como le quieran decir—: sin hogar.

Los perros callejeros —canchosos, como siempre les decimos a los que no huelen a talco de bebé y no tienen un collar con su nombre— son un problema social. Sí, sonará hasta ridículo: “¿Problema social? Verdadero problema los niños que aguantan hambre y no pueden estudiar”, dirá el querido lector. Pero: sí, señor. Aunque seamos indiferentes— y solo nos preocupemos por darles mazamorra a los que tenemos en casa— esos perros de la calle son un problema: “¿Cómo no? No ve que incomodan.”

Es muy fácil identificar a un perro callejero, y este no presenta ninguna dificultad: Está flaco, débil, con el pelo sucio, algunas muestras de calvicie…, obvio: un pobre más de la calle.

Nunca me ha dado lástima un animal callejero, bajo la lluvia, espichado y con las tripas por fuera. Y no es porque me gusten los toros —loados sean ellos que mueren como héroes en la arena— ni los gallos —loados también, porque cuando voy a Vélez me divierten—, sino porque me son indiferentes. Él error no es mío, sino de los que no contralan al menos esa, la natalidad animal, y los tiran a la calle. Lo único que podría hacer sería— como el ángel exterminador, ese joven amado por el narrador en La virgen de los sicarios— pegarles un tiro, y calmar su vida: DE PERROS.

Sale de su letargo y me mira. Ahí están: la tristeza y el hambre. “No le dimos nada, no tenemos —me dice el mismo celador—, póngale cuidado, ahora se va. Dicho y hecho —profeta o lo conoce bastante, pienso—, se levanta, nos mira, y emprende camino.

Lo sigo, “¿pa’ dónde irá?” Me habría gustado preguntarle, decirle: “Señor perro, a dónde se dirige, ¿tiene hambre?, ¿busca comida? ¿Y su mamá?, ¿y su papá?, señor perro, ¿qué piensa de la vida?” Pero no: es un animal. Lo persigo, y me siento como un imitador barato, un mal artista, un cronista sin idea; Gonzalo Mallarino ya había escrito Un día en la perrera, para Zona Crónica de la revista Soho; y en Soho Crónicas —bendito sea ese libro que tanto me ha hecho reír— se encuentra Tarde de perro, de Fernando Quiroz… En fin: qué cuento de plagio de idea; qué jijuepuercas: “¿Acaso yo tengo la culpa de que el país esté lleno de perros y PERRAS listos para despertar el interés de un cronista?”

Camina con ímpetu— hasta elegante este callejero, pienso—, si la vida no lo tratara tan duro sería bello; sí, estoy seguro: sería bello. Sigue su rumbo hacia el parqueadero, hacia la cancha verde, verde, bien cuidadita —como pa’ echar un pica’o—, después por la cancha de tierra y por último…

“A veces pasa por acá, a pedir comida, y si tengo, le doy. Pobre animal, con hambre, por ahí, abandonado.” Este es El Primo, como lo llaman los deportistas—bueno, los que van a jugar Baloncesto, Micro o Ping pong—; El Primo, tan conocido por los que frecuentan  las canchas; el señor de la limonada; el del alquiler de los balones, las raquetas y las bolas; El Primo: el señor de la caseta que se encuentra por  las canchas de la UIS.

Este animal se volvió a echar, y El Primo solo cruzó conmigo esas palabras. Me quedo solo, y ya no sé qué hacer: “¿Compró una empanada y una gaseosa como Fernando Quiroz mientras esperaba a que el canchoso emprendiera nuevamente el vuelo?” No. Ya no más. Ya va casi media hora, y tengo una cita a las diez.

“Adiós, don animal callejero; que mi Dios me lo bendiga y me le dé mucha salud y fortaleza”, ele digo; ojalá me entienda.

Este perro me mira y me habla: “Ya ve hijito, así son treinta minutos con un animal en la universidad. Mucho gusto, Mario… Y entonces, ¿no se compadece de mí?, porque me parezco mucho a usted.”