TREINTA DE PERRO EN LA UNIVERSIDAD
La primera vez que lo vi, estaba ahí, postrado, en estado de relajación; ahora, para mi suerte, está ahí, postrado, en estado de relajación.
“Me imagino que es por la hora —dice el celacho, como les dicen acá en la universidad—, viene y se echa. No sabemos por qué. Tal vez pa’ que le den comida; sabrá Dios.” La verdad sí: se ve desnutrido, abandonado, triste, sin amo, ama, jefe —como le quieran decir—: sin hogar.
Los perros callejeros —canchosos, como siempre les decimos a los que no huelen a talco de bebé y no tienen un collar con su nombre— son un problema social. Sí, sonará hasta ridículo: “¿Problema social? Verdadero problema los niños que aguantan hambre y no pueden estudiar”, dirá el querido lector. Pero: sí, señor. Aunque seamos indiferentes— y solo nos preocupemos por darles mazamorra a los que tenemos en casa— esos perros de la calle son un problema: “¿Cómo no? No ve que incomodan.”
Es muy fácil identificar a un perro callejero, y este no presenta ninguna dificultad: Está flaco, débil, con el pelo sucio, algunas muestras de calvicie…, obvio: un pobre más de la calle.
Nunca me ha dado lástima un animal callejero, bajo la lluvia, espichado y con las tripas por fuera. Y no es porque me gusten los toros —loados sean ellos que mueren como héroes en la arena— ni los gallos —loados también, porque cuando voy a Vélez me divierten—, sino porque me son indiferentes. Él error no es mío, sino de los que no contralan al menos esa, la natalidad animal, y los tiran a la calle. Lo único que podría hacer sería— como el ángel exterminador, ese joven amado por el narrador en La virgen de los sicarios— pegarles un tiro, y calmar su vida: DE PERROS.
Sale de su letargo y me mira. Ahí están: la tristeza y el hambre. “No le dimos nada, no tenemos —me dice el mismo celador—, póngale cuidado, ahora se va.” Dicho y hecho —profeta o lo conoce bastante, pienso—, se levanta, nos mira, y emprende camino.
Lo sigo, “¿pa’ dónde irá?” Me habría gustado preguntarle, decirle: “Señor perro, a dónde se dirige, ¿tiene hambre?, ¿busca comida? ¿Y su mamá?, ¿y su papá?, señor perro, ¿qué piensa de la vida?” Pero no: es un animal. Lo persigo, y me siento como un imitador barato, un mal artista, un cronista sin idea; Gonzalo Mallarino ya había escrito Un día en la perrera, para Zona Crónica de la revista Soho; y en Soho Crónicas —bendito sea ese libro que tanto me ha hecho reír— se encuentra Tarde de perro, de Fernando Quiroz… En fin: qué cuento de plagio de idea; qué jijuepuercas: “¿Acaso yo tengo la culpa de que el país esté lleno de perros y PERRAS listos para despertar el interés de un cronista?”
Camina con ímpetu— hasta elegante este callejero, pienso—, si la vida no lo tratara tan duro sería bello; sí, estoy seguro: sería bello. Sigue su rumbo hacia el parqueadero, hacia la cancha verde, verde, bien cuidadita —como pa’ echar un pica’o—, después por la cancha de tierra y por último…
“A veces pasa por acá, a pedir comida, y si tengo, le doy. Pobre animal, con hambre, por ahí, abandonado.” Este es El Primo, como lo llaman los deportistas—bueno, los que van a jugar Baloncesto, Micro o Ping pong—; El Primo, tan conocido por los que frecuentan las canchas; el señor de la limonada; el del alquiler de los balones, las raquetas y las bolas; El Primo: el señor de la caseta que se encuentra por las canchas de la UIS.
Este animal se volvió a echar, y El Primo solo cruzó conmigo esas palabras. Me quedo solo, y ya no sé qué hacer: “¿Compró una empanada y una gaseosa como Fernando Quiroz mientras esperaba a que el canchoso emprendiera nuevamente el vuelo?” No. Ya no más. Ya va casi media hora, y tengo una cita a las diez.
“Adiós, don animal callejero; que mi Dios me lo bendiga y me le dé mucha salud y fortaleza”, ele digo; ojalá me entienda.
Este perro me mira y me habla: “Ya ve hijito, así son treinta minutos con un animal en la universidad. Mucho gusto, Mario… Y entonces, ¿no se compadece de mí?, porque me parezco mucho a usted.”
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