DESCANSA EN EL HOSPITAL
Y el séptimo día lo designó para el descanso: “Hijos míos, he trabajado mucho creando este aposento; ahora: he de descansar.” Y muchos suponemos que hay que hacerlo, porque así lo manda Él. “Loado sea Dios, que ha cada bonito dio su pero y a cada feo su gracia”, como dice San Tropel. Y aquí estoy yo, usuario del Sisbén, en la sala de urgencias del Hospital San… de Floridablanca, esperando hace tres horas a que me quiten el dolor en la muñeca izquierda, a causa del regocijo matinal de domingo —el día del descanso—donde intenté hacerle quite, estilo Ronaldinho, a Miguel, el de 13 años, que me sacó el balón, y me llevó a ver mil colores, después de caer sobre la mano.
¿Me pueden atender?
Hacia las once de la mañana llego a la sala de urgencias del hospital. Es domingo —el día de descanso—, y la sala está llena. Varias señoras, un anciano, tres niños… y un mundo de gente más. Lo primero que debo hacer es acercarme a la ventanilla; está enfrente de la banca donde nos debemos sentar todos los enfermos —se supone, eso sí, porque hace mucho que no hay cupo para un pobre más. La señorita que está tras las rejas — ¿será que están ahí para defenderla de la enfermedad: de la pobreza? —habla por teléfono, y a los tres minutos me bendice con su atención.
— ¿Qué le pasó?
—Me caí y me partí la mano.
—Páseme el carné, ¿está vigente?
—Pues, sí; yo creo. Tome.
—Siéntese en la banca que ya lo llamamos.
“Ya lo llamamos.” Retumba en mi cabeza. ¿Será que ella, señorita tras las rejas, también es doctora? O: ¿será que sufre de lo mismo de lo que se enferman todos los servidores públicos colombianos? Se incluyen en esa primera persona del plural cada vez que se refieren a lo que hace un superior —o bueno, no hay que hablar de jerarquización, mejor: alguien que ha estudiado más. “Ya lo llamamos; lo asesoramos; lo atendemos; le solucionamos el problema…”, en boca de porteros, secretarias, celadores… Me siento y empiezo a observar. Es domingo—el día del descanso—, y no creo que haya mucha emoción.
La ambulancia
Y yo pensando que el día de descanso es muy tranquilo, y que me van a atender rápido, porque: “¿Gente accidentada o enferma un domingo?, ¿el día de descanso?, ¡qué va!” Y vea pues, llega la ambulancia: un abuelo infartado. La escena es trágica, se baja la hija —una gordita, joven y pobre—, llorando: el anciano está muerto.
Me gustaría acercarme y preguntar: “¿Y qué se siente que se le muera a uno el taita?” Pero es imposible, nada me lo permite. Ni su dolor de hija —me lo imagino por la edad, y la forma como lo mira, ahí, frío, vacío—ni mi dolor en la muñeca.
El anciano entró enseguida —extraño entrar tan rápido estando muerto—, y no ha vuelto a salir. Y yo sigo aquí, con mi dolor —ah, para qué digo mentiras: tengo la mano tan inflamada que ya no siento—, y los otros trece compañeros. Han llegado dos hombres, un niño —coleguita con el brazo roto— y otro anciano con la cara reventada. Hay vendedores de “tinto, perico, aromática a la orden”, de minutos, de cigarrillos, de dulces y de papas.
Adentro
Hace media me llamaron: “Nicolás Gómez Rey”. Lo único que hice fue cambiar de lugar, deja a diez compañeros—porque entré con el coleguita y el abuelo reventado—, y prolongar la espera aquí adentro. Mi coleguita se llama Jairo, tiene catorce años y estaba jugando con su hermano: “Me lancé del camarote… Es que nos gusta la lucha libre, Jeff Hardy cuando se lanza de las cuerdas… Mi mamá ya me lo había dicho… Vea, manito, me jodí.” Los dos esperamos la ambulancia. Viene de la Clínica Ardila Lule para llevarnos a la toma de radiografías; aquí no se puede: están dañadas las máquinas.
Aquí adentro la cosa es peor. Hay un hombre —no lo vi entrar cuando estaba afuera—en una camilla muy cercana la piso. Está inconsciente, orinado, con popó en los pantalones y una herida —grande, bien grande— en la cabeza. Hay dos mujeres y dos hombres, jóvenes y aprendices de la Unab, mintiendo sus dedos en el cráneo. “Eso es un tacto”, me dice una enfermera mayor. Aquí todo es más sucio que afuera, huele extraño —algo muy parecido al alcohol—, y hay mucha gente: en camillas, de pie y en algunas sillas.
La clínica
—Mire, ahí está; esa es la fisura en el hueso de la muñeca. No le digo el nombre técnico, porque no lo va a entender.
Carlos tiene 30 años y es ortopedista. Es jovial, y se rió mucho de nuestra historia —la del jovencito de la lucha libre y la del jugador de fútbol fracasado. “Es que ya tan grandes y no maduran.” Carlos trabajo en la clínica Ardila Lulle hace ocho meses, y parece estar feliz. Cómo no. Este consultorio es silencioso y limpio, nada del ruido y la tensión del hospital. Carlos está rodeado de una biblioteca alta y de madera, hay muchos libros, parecen todos de medicina.
Este consultorio no es nada convencional, parece el refugio de un científico. Aquí se respira aire puro; y eso sí: el coleguita, la señora con el brazo roto, que trajeron con nosotros en la ambulancia, y yo parecemos negros en territorio de blancos. Estamos mal vestidos, y nada nuestro corresponde con toda esta elegancia. Carlos es muy gentil, y aparte de un médico parece nuestro amigo. Su auxiliar nos tomó las respectivas fotos —las radiografías, las radiografías—, y Carlos dio el dictamen.
—Gracias, doctor; muchas gracias.
Hospital, dulce hospital
A las seis regresamos; otra vez fuimos en la ambulancia por la autopista. Nunca había viajado en un vehículo sin ventanas: es extraño, enloquecedor.
El ortopedista del hospital, señor Juan Gabriel Uriel, médico UIS, llega un poco tarde; ya hemos tenido una jornada de dolor —bueno, de tanta inflamación, lo perdimos hace mucho. El señor Juan Gabriel es de actitudes muy tranquilas, manos pulcras y frías; debe de tener 50 años y mucha experiencia en el oficio…
— ¿Y cómo se hizo esto, muchacho?
—Jugando fútbol, a las nueve de la mañana.
—Huy, qué pena. Es que soy doctor a domicilio.
—Y mañana entro a la UIS.
— ¿La UIS?
—Sí, señor.
—Puro tropel, mijo. Puro tropel.
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